A lo largo de los últimos años, nos hemos ido acostumbrando a ver como las grandes corporaciones hacían ajustes de plantilla para maquillar sus cuentas y ofrecer a sus accionistas unos números mucho más adecuados. Los despidos masivos, los ajustes de plantilla y las recolocaciones han permitido a muchos directivos cumplir con sus objetivos y embolsarse unas cantidades exorbitantes, aún cuando sus decisiones ponían en un brete el adecuado desarrollo de la organización y condicionaban en buena medida la consecución de resultados en el medio y largo plazo.
Una de las primeras lecciones que recibimos todos aquellos que nos encontramos relacionados con la dirección de personas de una u otra forma consiste en escribir a fuego que una plantilla no se improvisa y que el talento es posiblemente el mejor activo que tiene una organización. A la luz de lo que lleva ocurriendo en el escenario económico internacional podríamos decir que esa es una lección no demasiado bien aprendida por parte de los responsables de la toma de decisiones de la empresa. Cuando las cosas van bien, los empleados -independientemente de su rendimiento- acaban en la calle y cuando las cosas van mal, como ahora, también.
Los principales sectores económicos, con la patronal a la cabeza, están pidiendo nuevas medidas para hacer frente a la crisis. Y eso es tanto como pedir más flexibilidad laboral y mayor contención en los salarios. Realmente una empresa tiene que ser siempre lo suficientemente flexible como para hacer frente a los incesantes cambios del mercado, pero de ahí a pensar que esa necesaria flexibilización tiene que pasar necesariamente por ahorrar en los costes del despido hay un trecho.
Además de la crisis financiera internacional y de la escalada de los precios del crudo durante el primer semestre del año, la principal causa de lo que está pasando se explica por el estallido de la burbuja inmobiliaria. Encontramos un buen número de empresas del ladrillo que «se han flexibilizado», o si ustedes lo prefieren, han decidido no utilizar los servicios de contratas externas, han dejado de renovar los contratos por obra o servicio y han puesto de patitas en la calle a todo el personal que no esté íntimamente ligado con la comercialización de los pisos y la facturación. Así pues, nos encontramos con cerca de un cuarto de millón de españolitos «de a pie» que tienen que buscar trabajo, que han dejado de consumir y que se las están viendo y deseando para pagar sus viajes al Caribe, sus televisores de plasma de 52 pulgadas o incluso sus pisos. El incremento de la morosidad, unida a la disminución del consumo, han provocado que la crisis se extienda a otros sectores y, lo que es más grave, que el número de españolitos que están con el agua al cuello siga creciendo.
¿Qué hubiera ocurrido si en lugar de pensar en crecer más de lo que es asumible para la empresa las inmobiliarias y promotoras se hubieran planteado un crecimiento más modesto y que encajara mejor con sus planes de desarrollo en el medio y largo plazo? Posiblemente nos encontraríamos con otro escenario en el que no sería necesaria tanta flexibilidad y donde los planes públicos para enjugar las deudas de las grandes empresas no fueran necesarios. Llegará el momento en el que la sociedad en su conjunto no tenga que pagar el coste de la flexibilización del mercado de trabajo y en la que un trabajador tenga las suficiente certeza de que hacer su trabajo correctamente es una garantía para mantener su puesto o, en su caso, para poder encontrarlo en otra organización.